¡Ya tenemos a los ganadores del certamen de relatos IES García Lorca! El ganador de 1º y 2º es Abel Cadenas, de 1º A, con su texto
Aceptación, y Macarena Hormigo , de 4º, con su relato
Antes de querer primero debes aprender a amar. Ainhoa gonzález, de 2ºB, ha obtenido un accésit por su relato
El viaje inesperado. Enhorabuena a los ganadores y ganadoras!!! A continuación os presentamos los textos.
ACEPTACIÓN
Últimamente he estado pensando en
eso, lo que llamamos “tartamudez”, lo que precisamente me ocurre a mí. Muchos
lo consideran como un trastorno o desorden de la fluidez del habla y yo
añadiría: “No es una enfermedad”, “no se contagia”. Sí que es verdad que puede
causar ansiedad y fobia social, porque hay muchos momentos en los que siento
vergüenza, angustia y esa constante superación, para no encontrarme aislado de
los demás.
Esta mañana me he levantado con
ganas de saber algo más de mi problema, porque para recordar que tengo que
relajarme y no tener tensión muscular en la cara, cuello y no sufrir miedo ante
el estrés ya tengo a mi amiga y logopeda Ana. Me introduje en el mundo de
internet y averigüé que el filósofo griego Aristóteles era también tartamudo, y
llegó a la conclusión de que las personas tartamudeaban porque pensaban más
rápido de lo que podían hablar y señalaban a la lengua como responsable al ser
incapaz de seguir la velocidad con la que fluían las ideas.
No solo está Aristóteles, hay
muchos personajes públicos y más actuales del mundo del cine como Marilyn
Monroe, Julia Roberts, Bruce Willis,
Anthony Hopkins, que eran o son tartamudos.
Después de una pequeña pausa,
vuelvo a ser Abel, el niño tímido que trata de disimular la tartamudez de
diferentes modos como tosiendo, esquivando la mirada o bien eligiendo el
silencio cuando en un momento dado los maestros y profesores no me dan el
tiempo necesario para expresarme.
Con todo esto he llegado a la
conclusión de que mientras más se cubra y se trate de ocultar el problema, más
se tartamudeará. Las claves están en “Aceptarse a sí mismo”
Abel
Cadenas Rodríguez, 1ºA
ANTES DE QUERER PRIMERO DEBES APRENDER A AMAR
Aquella tarde, mientras Antonio
estaba sentado en el salón de su casa, su hijo, ya con 14 años, se acercó y
sentándose a su lado le dijo: Papá, quiero cargar un paso este año.
Antonio levantó la vista,
miró los ojos de su hijo y le advirtió:
antes de querer, primero debes aprender a amar.
Con un padre cofrade, siendo un
monaguillo antes que penitente y penitente antes que costalero, aquella frase
no tenía sentido. Sonó a un no, ni siquiera a un “haz lo que quieras”, era un
no encerrado en un enigma que no llegaba a descifrar.
¿Eso es que no me dejas? Mis amigos
van a cargar todos, van esta tarde al primer ensayo.
Eso no es que no te deje ser
costalero, eso es que antes de querer cargar, tienes que aprender a amar lo que
vas a hacer, a amar a quien vas a llevar. Solo así podrás apreciar de verdad lo
que estás haciendo.
Ven, hijo, siéntate y escucha.
¿Te acuerdas de Raúl, mi amigo de la Cofradía que ahora está en la junta de
gobierno llevando la bolsa de caridad? Ese que organiza las rifas y los
maratones de fútbol para sacar dinero para después donarlo. Pues también fue
costalero. >Un costalero tardío, como a él le gusta decir.
Raúl también tenía amigos, como
tú, que cuando cumplieron 18 años y después de haber salido algunos años de
penitentes creyeron que les llegó el momento de meterse debajo de un paso. Se
enteraron de que una cofradía había cambiado de capataz, necesitaba gente, y
allí fueron. Todos entraron, menos dos, mi amigo Raúl y el que es tu padrino,
José Antonio.
Raúl no entró porque no le
dejaron sus padres, había tenido un problema en la espalda de pequeño y su
madre le pidió que no lo hiciera.
José Antonio no entró porque no
era su cofradía, esperaba la oportunidad de cargar a su Cristo y no le valía
entrar en cualquier paso, aunque allí estuvieran sus amigos.
Esa Semana Santa todos salieron,
pero Raúl y José Antonio vieron la cofradía en la que iban sus amigos desde la
acera, mirando con envidia, pero sabiendo que no era su sitio.
Al año siguiente, José Antonio
consiguió entrar en la cuadrilla de su Cristo, mientras que Raúl seguía sin
poder cargar y soñando con lo que se tenía que vivir allí abajo.
Llegó el Domingo de Ramos con una
tarde de sol y José Antonio le pidió a su amigo Raúl que fuera a verlo a la
salida porque en la primera marcha se acordaría de él. Raúl no solo fue a la
salida, en cada esquina, un joven con mirada ensimismada y soñadora se
encontraba entre el público, hasta llegar a la recogida. Allí esperó a que su
amigo saliera y le contara qué había pasado, cómo era, qué hacían sus
compañeros, cómo se sufría y cómo se disfrutaba. Después de eso, el sueño se
agrandaba, la ilusión por verse reflejado en su amigo se acentuaba.
Pasaron los años y aquel grupo
que se había apuntado para salir todos juntos en un paso, lo había dejado. La
ilusión duró lo que dura la de un juguete nueve para un niño, poco.
La magia de la novedad se había
perdido, pero José Antonio seguía cada tarde de Domingo de Ramos saliendo bajo
el dintel de la iglesia a aquella plaza donde Raúl lo esperaba sabiendo que, en
la primera marcha de cada año, su amigo se acordaba de él, de su imposibilidad
de salir y de su ilusión por hacerlo.
Siete semanas santas después,
Raúl decidió que, tras haber fortalecido su espalda, estaba preparado para
intentarlo. Fue a hablar con el capataz de su cofradía, en al que había salido
de monaguillo, de penitente, en la que había limpiado plata, montado los pasos,
ayudado a vestir a Cristo… En la que había hecho casi de todo, menos poder
llevar a su Cristo sobre su costal.
Tras una conversación con el
capataz, llegaron a la conclusión de que haría ensayos para probarse y que
antes de cerrar la cuadrilla, tomarían una decisión.
Así fue, después de haber
ensayado en varias ocasiones, de haber sufrido en los ensayos el peso de los
kilos, Raúl decidió que había llegado la hora.
Llegó el día, Raúl estuvo de
madrugada en la iglesia, sin querer pensar lo que pasaría por la mañana, porque
en el fondo tenía miedo. Le angustiaba el hecho de no estar a la altura.
Desayunó en su casa como hacía
cada año cuando salía de penitente, pero esta vez, la ropa que tenía para
ponerse era un pantalón negro, una camiseta blanca, unas zapatillas y una faja.
Se vistió con la misma ilusión con la que se acuesta un niño la noche del 5 de
enero. Disfrutó el camino hasta la iglesia como si el mundo se hubiera parado a
sus pies.
Pero de repente, en la intimidad
de la iglesia, cuando se encontraba frente a Él, apareció la angustia. Por su
cabeza pasó la imagen de tantos y tantos cargadores que desde chico había visto
salir de debajo de los pasos, y a los que admiraba simplemente por ser
cargadores, los malos momentos que su amigo José Antonio le contaba cada año
cuando el peso de los kilos llegaba con más violencia en una calle cualquiera
del recorrido y la responsabilidad del que amaba lo que hacía.
La angustia le acompañó hasta que
estuvo debajo del paso y el capataz dio la primera llamada con el martillo, fue
entonces cuando el trabajo venció a los fantasmas de la imaginación. Y así,
paso a paso, rezo a rezo en cada parada, Raúl fue caminado y se hizo costalero.
Y quizás no haya sido el mejor
costalero que ha tenido la Semana Santa de La Puebla en cuanto a fuerza, pero
sí uno de los mejores compañeros que ha habido debajo de un paso. Un costalero
callado, entregado, solidario y con un sentido de la responsabilidad sobre lo que
estaba haciendo como pocos he conocido, terminó de contarle Antonio a su hijo.
Te voy a decir una última cosa,
le dijo Antonio mirándole a los ojos: mi cofradía sale el Jueves Santo y la
tuya el Viernes Santo, ¿verdad?, ¿sabes por qué?, yo no te apunté en mi
cofradía como hacen muchos padres con sus hijos al nacer. Yo procuré que te
gustaran las cofradías, a partir de ahí fuiste tú quien libremente eligió a la
que querías pertenecer. No ha sido la misma que la mía, pero amas a tu Cristo
como yo amo al mío.
Con la historia de Raúl te he
querido transmitir lo mismo. No se trata de querer, sino de amar lo que vas a
hacer.
Finalmente, tras un silencio
reflexivo, el hijo le dijo a Antonio: Papá, esta tarde no voy a ir al ensayo
con los amigos, ¿me puedo quedar aquí contigo viendo vídeos de Semana Santa?
Macarena
Hormigo, 4ºA
EL VIAJE INESPERADO
Eva y Leo tenían sus vacaciones
previstas para el verano de 2015, unas
vacaciones muy deseadas por los dos puesto que eran amantes de la cultura
egipcia, y sobre todo por conocer en persona la tumba del tercer faraón de la
dinastía XIX de Egipto Ramsés II, uno de los faraones con más historia.
Ya habían llegado a Egipto
dispuestos a soltar sus maletas y adentrarse em la aventura. Estuvieron
visitando monumentos como la esfinge, las pirámides de Guiza, etc.; hasta que
llegaron a El Valle de los Reyes, en el que se encontraba la tumba kV7, es
decir, la de Ramsés II. Este reinó durante 66 años y falleció a los 90 años.
Pero justo en el momento en el
que entraron Eva tocó sin querer una esquina de la tumba, que se movió
cuidadosamente pero no le pasó nada. Ellos notaron que algo estaba cambiando, y
de repente ya no llevaban su ropa habitual, llevaban unos tejidos de seda y
algunos brazaletes de oro. A su alrededor ya no estaba la tumba, había muchos
picos y palas, parecía que estaban construyendo algo. No se movieron ni un
milímetro hasta que una voz grave les llamó.
-Eva y Leo, venid aquí ahora
mismo- les ordenó aquella voz.
Ellos, sorprendidos, fueron
rápidamente, y nada más salir de la tumba todo había cambiado, ya no estaban en
2015, habían retrocedido en el tiempo hacia el año1233 a.C. Ellos no entendían
lo que estaba ocurriendo, pero aquella voz grave les volvió a llamar.
-Venid ya, no lo repetiré otra
vez.
Eva y Leo se miraron impactados.
Estuvieron mirando a esa persona durante segundos y supieron de quién se
trataba, era Merenptah, hijo de Ramsés II. Este les indicó que les siguiera,
hasta que finalmente llegaron a un gran templo.
Merenptah los metió en un habitáculo
en el que les contó lo que llevaba planeando desde hacía años. Ellos se
quedaron impactados ya que este les habló de cómo tenían que matar a su padre.
Al negarse, Merenptah les advirtió de que no era un ruego, que era una orden, y
si no la cumplían serían ellos los que morirían.
Estaban nerviosos y asustados, ya
que esa misma noche tendrían que matar a Ramsés II, no tenían elección: era o
ellos o él, y solo tenían que ponerle una copa de vino envenenada. Al llegar la
hora no sabían lo que estaba pasando, pero sí lo que tenían que hacer. Eva se
acercó lentamente a Ramsés II llevando la copa consigo, y cuando estuvo frente
a él, con los nervios, se le cayó el pequeño frasco de veneno que llevaba
escondido en la manga. En ese instante los guardias se dieron cuenta de lo que
estaba ocurriendo, Eva y Leo querían envenenar al faraón, este los condenó
inmediatamente a muerte.
Fueron llevados a una cueva, en
la que serían enterrados vivos. Al cerrarse la cueva con una gran losa, se
abrazaron medio muertos de miedo, creyendo que era su fin, y cuando volvieron a
mirarse se dieron cuenta de que estaban dentro de la tumba de Ramsés II junto a
las personas que les acompañaban.
Se preguntaron qué había pasado,
si había sido un sueño o había pasado de verdad; lo que sí hicieron fue seguir
sus vacaciones sobre aquel bello lugar.
Volvieron a su vida normal y
nunca volvieron a hablar de ello.
Ainhoa González, 2ºB